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Los saqueos de la década ganada

En Córdoba no sólo se cuestionó el mito kirchnerista de la inclusión, sino que se reveló la fisura del tejido social
06/12/2013 - 04:50hs
Los saqueos de la década ganada

"¡En un Audi está robando el hijo de puta! ¡En un Audi!", le comentaba un cordobés a otro, desde lo alto de un edificio en el barrio de Nueva Córdoba, mientras filmaba con su celular los saqueos ocurridos durante la huelga policial.

"Que quede una cosa en claro. Esto no es hambre, acá no hubo gente desesperada que se llevaba comida. Acá vinieron a buscar televisores LCD", afirmaba, mirando a cámara con gesto severo, un conductor de informativo televisivo en Buenos Aires.

Frases de este estilo se multiplicaron a lo largo de las jornadas de saqueos en Córdoba, en los medios, en las redes de Internet, en los debates políticos (¡los saqueadores subían a sus páginas de Facebook las fotos de lo robado!, ¡se jactaban impunemente del botín conseguido!).

Algunos, más proclives a ver conspiraciones, enfatizaron en lo organizados que estaban los saqueadores, con su logística de motos, autos, comunicaciones y lugares donde almacenar lo robado.

Para los más cercanos al gobierno, preocupados por rechazar cualquier comparación entre estos hechos y la gran crisis social de 2001, el solo hecho de que los saqueadores llevasen electrodomésticos en vez de fideos era en sí mismos una prueba de que las cosas son diferentes.

El mensaje que se podía leer entrelíneas era que, a diferencia de lo ocurrido en otros momentos de la historia reciente, lo que hay ahora son casi "saqueos de la abundancia", algo así como reclamos sociales "de segunda generación". Un subproducto de la recuperación económica, que elevó las expectativas de la población, que una vez cubiertas sus necesidades de trabajo y alimentación, ahora demanda acceso al consumo y a mejores servicios.

La realidad, claro

, es que estas interpretaciones equivocan totalmente el punto. Primero, porque el hecho de que alguien robe un televisor no es, en absoluto, una prueba de que tiene sus necesidades básicas satisfechas.

El saqueador hace lo que haría cualquier persona: actuando con perfecta lógica económica, prioriza lo más valioso y fácil de transportar, ya sea con el fin de venderlo o de disfrutar de ese bien.

Y segundo, porque como ya han observado los sociólogos, los sectores pobres de hoy se distinguen por haber abrazado al consumo como valor y como señal de identidad. Lo cual no es una señal positiva, sino muchas veces un síntoma de resignación: ante la certeza de que ciertas metas tradicionales de la movilidad social (mejorar su casa, mudarse a un mejor barrio, ingresar al sector formal de la economía) son inalcanzables, maximiza su bienestar presente, dándose gustos relativamente caros.

Es así como, para incomprensión de la clase media, los habitantes de barrios marginales invierten un alto porcentaje de su ingreso en vestir ropa deportiva de primera marca o se comunican con celulares de alta gama. Pero ninguna de estas conductas implican un abandono de la situación de marginalidad.

De todas formas, incluso cuando estos saqueos parezcan menos "desesperados" que los de 2001 no implica un motivo de despreocupación, sino más bien lo contrario.

A fin de cuentas, de las crisis económicas siempre es posible recuperarse, pero de las rupturas del tejido social no es tan fácil salir.

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Los saqueos son apenas un síntoma, la punta visible de un iceberg.

"Esto es inédito. Ni en el estallido de 2001 ni en el 89 con la hiperinflación vimos saqueos a casas particulares. Esto implica volver a un estado de naturaleza donde desaparecen el Estado y la ley y en el cual volvemos a una situación de todos contra todos", se alarma Sergio Berensztein, director de la consultora Poliarquía.

Y su análisis apunta directo al centro del problema. Porque, aunque hubo ladrones profesionales, lo que sin dudas ha quedado en evidencia es que los saqueos fueron masivos, y que a los grupos organizados que iniciaron los disturbios le siguió el resto de la población civil. Las imágenes de mujeres y niños llevándose lo que pudieran de los mismos supermercados donde cotidianamente realizan sus compras dieron la pauta de la gravedad del fenómeno.

Así lo describió Oscar Vera Barros, concejal cordobés, en el diario La Voz: "Hemos visto en televisión cuando un periodista, al observar a un señor llevándose (robando) una mesa sin mayor valor económico, le preguntó si necesitaba esa mesa, a lo que el hombre respondió sin mucha convicción ‘Y... sí'. El periodista le repreguntó si no le parecía mal lo que estaba haciendo, a lo que la respuesta fue: ‘Bueno, todos lo están haciendo, pero si quiere, la dejó'. Y la dejó. Eso muestra que muchos de los saqueadores estaban haciendo lo que los demás hacían y que, al parecer, hay que ser estúpido para no aprovechar la situación".

Y su conclusión es que es un grave error pretender reducir lo ocurrido a un mero disturbio causado por la huelga policial. Lo realmente grave, insiste, es constatar que desaparecieron los "frenos inhibitorios".

Ahí es donde reside el problema de cuya dimensión recién se están notificando los analistas políticos: la naturalización del robo, la ruptura del "contrato social" en la Argentina (ese contrato que establece que, más allá de si hay o no hay un policía vigilando, no se debe robar simplemente porque está mal).

"Decir, como dicen los gobiernos, que estos saqueos no son un problema político sino delincuencial es demostrar una vez más su tontería. El problema político que tienen, que tiene todo su sistema, es la caída de la vigencia de su discurso básico: el respeto por la propiedad. Si lo único que hay entre los bienes ajenos y su apropiación son las balas de la policía, están al horno: no hay suficiente policía, no hay balas suficientes", observó con acierto Martín Caparros en el diario madrileño El País.

Lo que los

saqueadores de Córdoba han puesto en cuestión, en definitiva, es algo que trasciende largamente a la eficiencia de la gestión policial en Córdoba.

Lo que hoy aparece cuestionado es uno de los grandes mitos del "relato" kirchnerista: el de la distribución de la renta y la "inclusión social" como gran logro tras una década de gobierno. Los disturbios muestran que no sólo persiste la pobreza sino que, además, hay una situación de marginalidad entendida desde el punto de vista cultural: una gran porción de la población ya no comparte los valores tradicionales según los cuales el consumo es el reflejo del esfuerzo personal, fruto del trabajo y el ahorro, en una sociedad que permite la movilidad social ascendente.

Esto es lo que no logran entender quienes se aferran a las teorías conspirativas, con el argumento de que hoy la estadística de desempleo es un lujo si se la compara con el 2001.

"Los indicadores imaginarios que aluden al descenso de la pobreza sucumben cuando aparece la impunidad para cargarse un supermercado", comenta el siempre filoso Jorge Asís, para quien lo que ha quedado en evidencia es un rasgo de inocultable rencor social.

"El excluido que lega la ‘década ganada' no contiene los rasgos poéticos de resignación que signa la miseria haitiana. El excluido marginal de hoy está peor que el de 2001. Se encuentra culturalmente excitado por el relato de la ‘inclusión social'".

Ya el año pasado, cuando el epicentro de los disturbios fue Bariloche y el gobierno repetía los mismos argumentos que se esgrimen ahora, el filósofo Tomás Abraham respondía con sarcasmo a los intelectuales K: aseguraba que para ellos los saqueos eran producidos por "un universo de incluidos que no saben que lo son".

Mientras tanto, los comunicadores continúan su debate sobre si las imágenes de saqueadores con LCD son producto del hambre o de la conspiración. Y se les escapa lo obvio: que no es condición indispensable tener hambre para convertirse en saqueador, una vez que se han roto las redes de contención en el tejido social.

A su modo, los miles de argentinos que vaciaron los supermercados y locales de electrodomésticos (y que luego, con indisimulado orgullo, mostraban en Facebook los artículos robados) están demostrando es que se tomaron en serio, en el sentido más literal posible, la promesa kirchnerista de que habrá consumo "para todos".

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