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En la década del `80 el entonces presidente Ronald Reagan veía como una amenaza a las importaciones de productos japoneses. Qué hizo y por qué falló
28/01/2017 - 16:07hs

Donald Trump no es el primer presidente estadounidense en proponer impuestos a las importaciones como una manera de defender la industria local.

El jueves, su gobierno dio indicaciones de respaldar una propuesta que impondría un arancel del 20% a las importaciones. Además de proteger a la industria local, la medida financiaría la construcción del muro fronterizo con México, sostienen sus defensores.

Trump también ha dicho que quiere renegociar los tratados comerciales para proteger la industria de su país, cuya capacidad de generación de empleo ha sido diezmada por la robotización de las fábricas y la competencia extranjera.

Pero en la década de 1980, Ronald Reagan intentó algo parecido cuando una primera oleada de importaciones japonesas sacudió los cimientos de la hasta ese momento invencible industria automotriz de Estados Unidos.

Los resultados no fueron los esperados.

Incluso muchas de las empresas japonesas terminaron de alguna manera agradeciendo las medidas que en principio iban dirigidas en contra de ellos.

Pues esas decisiones les permitieron afinar su estrategia comercial en Estados Unidos de una manera que les permitió maximizar sus ganancias.

Y eventualmente, las restricciones comerciales hicieron poco por evitar que la industria automovilística estadounidense con sede en Detroit siguiera perdiendo terreno contra la competencia extranjera.

Hoy la retórica de Trump se concentra en satanizar las importaciones de autos provenientes de México diciendo que son una amenaza al empleo estadounidense.

Pero en 1980 el "enemigo" económico extranjero que los políticos estadounidenses presentaban era otro: la floreciente industria automotriz japonesa.

En la década de 1970 y 1980 las importaciones japonesas empezaron a hacer estragos en Detroit.

Los clientes estadounidenses estaban abandonando por millones a las firmas tradicionales de Detroit para comprar su primer auto de las marcas Honda y Toyota.

En ese momento, las firmas japonesas se especializaban en producir autos simples, pequeños y económicos, tan distintos a los enormes modelos devoradores de combustible que EE.UU. vendía al mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

En 1980, al llegar Ronald Reagan al poder también con un discurso nacionalista, los obreros industriales estadounidenses estaban sufriendo la primera de muchas oleadas de despidos.

Al caer sus ventas, las firmas como General Motors y Ford habían empezado a despedir a miles de trabajadores.

En 1979, Chrysler, la tercera firma más grande del país, se declaró a las puertas de la quiebra. Detroit tambaleaba y el nuevo gobierno de Ronald Reagan respondió con un arma proteccionista.

En su campaña presidencial, el líder conservador había empleado un lenguaje contra las automotrices japonesas que no dista tanto del que Trump usa hoy para los autos "made in Mexico", según consigna BBC Mundo. 

"Japón es parte del problema. Aquí es donde puede haber una intervención legitima del gobierno. Para convencer a los japoneses, de un modo u otro, que a ellos mismos les conviene que se aminore este diluvio de autos mientras nuestra industria se recupera", decía Reagan.

En 1981, a los pocos meses de haberse posesionado Reagan en el cargo, y ante la amenaza de una guerra comercial, Japón llegó a un acuerdo con el gobierno estadounidense.

Se anunció un "acuerdo voluntario de restricción de exportaciones". Aunque muchos dudaban qué tan voluntario había sido, Japón se comprometió a limitar sus exportaciones a ese país a 1,68 millones de autos anuales.

Y Reagan se alzó con la gloria de haber sido el que "había negociado fuerte" contra los japoneses y el que había obtenido esa aparente concesión.

La realidad terminó siendo mucho más complicada.

Las restricciones a las importaciones no hicieron mucho por calmar el apetito del público por autos japoneses, que habían desarrollado una reputación de ser más confiables que muchas de sus contrapartes en Detroit.

Entonces, las grandes firmas japonesas idearon estrategias para eludir el impacto de las restricciones.

Ante las nuevas restricciones impuestas, las poderosas firmas japonesas como Toyota, Honda y Nissan decidieron entonces enfocarse en otro segmento del mercado, mucho más lucrativo que el de los autos pequeños.

Crearon nuevas marcas exclusivas para sus autos, como Lexus de Toyota, Accura de Honda e Infiniti de Nissan.

Y así, a pesar de vender menos autos para acogerse a las restricciones negociadas con el gobierno, obtenían mayores ganancias en cada uno.

Y finalmente, a los pocos años se habían instalado en la mente de los consumidores estadounidenses como fabricantes de autos de lujo por los que no importaba pagar precios más altos.

Habían logrado el objetivo de pasar a ser más reconocidos por su calidad que por su bajo precio.

Al mismo tiempo, las firmas automotrices japonesas empezaron a instalar fábricas en territorio estadounidense, generalmente no en Detroit sino en zonas empobrecidas del sur del país, donde los sindicatos eran débiles o inexistentes.

Y esos autos, producidos en Estados Unidos, ya no eran cobijados por los acuerdos de restricción de importaciones japonesas. Por lo que también ayudaron a conquistar mercados norteamericanos para los fabricantes asiáticos.

A lo largo de la década de 1980, las automotrices japonesas no retrocedieron; por el contrario, consolidaron su presencia en el mercado estadounidense.

Las compañías tradicionales de Detroit, entre tanto, continuaron su decadencia.

Expertos afirman que las perspectivas para la industria automotriz estadounidense son más inciertas hoy que en cualquier momento desde comienzos de la década, cuando los productores de Detroit le pidieron a Washington que presionara para obtener cuotas voluntarias a las importaciones japonesas.

Trump está intentando un proteccionismo mucho más ambicioso que lo que Reagan hizo en la década de 1980 con resultados tan poco alentadores.

Según analistas, el nuevo presidente está comprometiendo buena parte de su capital político con la esperanza de que, esta vez, el proteccionismo sí funcione y así pueda cumplir una de las promesas centrales de su campaña, la de recuperar los empleos industriales para los obreros estadounidenses