iProfesional

El reconocido enólogo francés, que asesora a bodegas en más de 20 paí­ses, analizó el presente de la industria y los desafí­os que tiene por delante
12/05/2017 - 13:31hs

Fijando su mirada en un horizonte cortado de lleno por la imponente muralla de los Andes, en Valle de Uco, el enólogo Michel Rolland no puede evitar trazar un balance. 

Está sentado en el primer piso de su bodega Rolland Wines, emplazada en Clos de los Siete, el proyecto que creó de la nada a fines de los noventa y que permitió cimentar la fama de esta región a nivel internacional. Reflexiona frente a una mesa cubierta con un sencillo mantel blanco, con una copa de Sauvignon Blanc en la mano y rodeado por enormes ventanales, que dan a las viñas y también a las montañas. 

Rolland, que a lo largo de su vida asesoró a bodegas de más de 20 paí­ses, –incluyendo China, donde sigue trabajando, Hungrí­a o Armenia por mencionar algunos-, habla de lo que ha logrado junto a sus socios, los propietarios de las otras bodegas emplazadas en Clos: Monteviejo, DiamAndes y Cuvelier los Andes. 

A partir de una finca pelada de 850 hectáreas, emplazada en Vista Flores, el enólogo vislumbró un terroir de clase mundial, el cual hoy le permite elaborar un millón de botellas del vino que lleva el nombre del emprendimiento y que se convirtió en el más exportado de la Argentina en el segmento de alta gama. 

"Honestamente, en el pasado pocos creí­an que í­bamos a lograr que hicimos", reflexiona, antes de darle un pequeño sorbo al Sauvignon Blanc que proviene de uno de los cuarteles del viñedo que se ve desde los ventanales de ese primer piso, bañado por el sol de Uco.

Pero Rolland no es un enólogo que se dé por satisfecho. O que piense en quedarse tranquilo. Por el contrario, su plan es potenciar incluso más este proyecto, según expresó en diálogo con Vinos & Bodegas iProfesional. 

"La verdad es que no tengo intensiones de convocar a nuevos inversores o armar otro proyecto así­. Mi trabajo y mi preocupación es hacer que el Clos siga mejorando. Todaví­a hay mucho trabajo por hacer. Cuando me embarco en un plan, me encanta ir hasta el fondo. Ahora quiero llegar a elaborar 1,2 millones de botellas, frente al millón que estamos produciendo actualmente. Y la verdad es que 20.000 cajas más no se venden de un dí­a para el otro. Hay que seguir haciendo crecer la marca argentina, cada uno desde su bodega. Hay que seguir cultivando la diferencia. 

-¿Cuál considerás que es el secreto de Clos de los Siete, además del terroir? 

-Desde el principio, tení­a en mente que el proyecto estuviera conformado por cinco bodegas. La verdad es que podrí­a haber hecho una única gran bodega, pero el vino hubiese sido muy homogéneo. Mi idea fue buscar la diversidad y funcionó.

-¿Qué es lo que te sigue motorizando? Porque no es fácil cuando la mitad de la vida se pasa entre aviones y aeropuertos... 

-Es verdad, yo cultivo relaciones a lo largo y ancho del mundo. Nunca me quedo tres dí­as en el mismo lugar. La semana pasada estuve en Armenia; hoy estoy aquí­, en Valle de Uco y mañana parto para Neuquén. ¿El jueves? Me voy a Chile y luego partiré hacia Nueva York. Luego me espera China. La pelí­cula cambia cada dos o tres dí­as. Como verás, es una motorización permanente, hay que seguir avanzando y tengo gente en todo el mundo que es la que me impulsa y me da energí­a constantemente. Además, cada año es totalmente nuevo, cada año hay nuevos desafí­os, por el clima, la calidad de la uva o el mercado. Eso también me motiva a seguir. 

-¿Y la polí­tica económica de cada paí­s? ¿Motiva o desalienta? ¿Cómo fue en el caso de la Argentina? 

-Hace 20 años, el espacio de la Argentina en el mundo era cero. Hoy, el share es de más del 3%. En términos de crecimiento es enorme. No quiero hacer polí­tica, pero lo cierto es que los problemas internos que tuvimos aquí­ no nos ayudaron mucho en los últimos años. Al revés, nos castigaban. Imaginate, habí­a un impuesto la exportación, ¡En ningún lugar del mundo nos pasó eso! Al contrario, te premian por exportar. Fueron momentos complicados, cada mañana me imaginaba que era Federer jugando con una raqueta de tres kilos. Sobrevivimos a esa etapa y, por suerte, hubo varios cambios positivos. 

-En los últimos años, crecieron las voces que decí­an que habí­a que buscarle un sucesor al Malbec. Y muchos vieron en el Cabernet Franc a un buen candidato, ¿cómo reaccionás ante este planteo? 

-Yo soy el primero que piensa que el Cabernet Franc de la Argentina tiene futuro. Pero es como un niño que todaví­a está en la escuela y alguien le dice que va a ser presidente de la república. Todaví­a no hay experiencia, lo que sabemos es que hay un potencial. Pero los grandes terroirs de Francia, ¿por qué son grandes? Porque siglos tras siglos, con tiempo malo, con tiempo bueno, fueron capaces de producir buen vino. Esto es importante y aquí­ es igual, pero hay que esperar y hay que ganar experiencia. No es una variedad que se pueda plantar en cualquier lado, es difí­cil, frágil... Muchos tienen la hipótesis de que para vender algo hay que charlar antes que mostrar. Yo opino lo contrario: siempre prefiero mostrar lo que se logró y luego sí­ charlar un poco. 

-Entonces la Argentina, como paí­s productor, ¿deberí­a seguir poniendo sus fichas en el Malbec? 

-El único paí­s que tiene capacidad para desarrollar un Malbec de alta gama es la Argentina. Entonces, ¿por qué insistir con otra cosa? Claro, podemos hacer buenos Cabernet Sauvignon, buenos Syrah o Merlot. Incluso muy buenos. Pero por favor, todas las bodegas debemos tocar la música del Malbec. Es la fuerza de la Argentina. Buscar otra variedad para potenciarla a este mismo nivel es como pretender que en Burdeos el Cabernet Sauvignon sea superior al Merlot. Serí­a complicado incluso si el vino es mejor, simplemente porque serí­a difí­cil convencer a la gente de que sí­ lo es. Por eso creo que los bodegueros tienen que agruparse para defender la imagen de la Argentina, que es Malbec. Después podemos hacer el vino que queramos, pero la bandera mayor es Malbec. 

-¿Se está cerca de alcanzar el máximo potencial? 

-No. Y no hay que saltar etapas. La Argentina creció enormemente en esta industria, pero hay tanto por hacer que no hay que diluirse. Estamos en el camino, seguimos, pero hay mucho por hacer. La clave son los tiempos. En Uco, por ejemplo, es posible ir subiendo más en altura y trabajar para mejorar la calidad. Pero vuelvo a insistir con que todo lleva sus tiempos. Los monjes de Borgoña empezaron en el siglo XVI y pasaron tres siglos para que alguien pudiera decir que una parcela de dos hectáreas daba mejores vinos que otra parcela pegada a esa propiedad. Por eso, no quememos etapas. 

-¿Te preocupa la competencia internacional que se está dando con el Malbec? Cahors, por ejemplo, hace un tiempo que viene intentando recuperar posiciones con su Cot... 

-Yo dirí­a que Cahors, gracias a la Argentina, ahora está haciendo buen vino (risas). Ellos han visto cómo aquí­ se desarrolló la imagen del Malbec y se pusieron un poco celosos, y cambiaron, pero es una gota en el océano. A nivel mundial, 1.800 hectáreas no es nada. Cahors nunca va a sobrepasarla, no tiene el poder, la fuerza. La supremací­a la tiene Argentina y debe defender esa bandera. Por eso digo que el Malbec definitivamente es de nosotros, que soy casi argentino. Pero tampoco podemos dormirnos y quedarnos muy tranquilos por lo logrado, hay que seguir trabajando y superar etapas. El riesgo es pretender ir demasiado rápido y mañana querer vender un vino argentino al precio de un Lafite Rothschild. Serí­a bueno lograrlo y hasta puede ser que un dí­a lleguemos a eso. Pero lógicamente eso requiere mucho tiempo. 

-¿Cómo te imaginás el Malbec del futuro? 

-El Malbec tiene su mejor versión en la Argentina. Pero no creo que el mejor vino argentino sea el Malbec puro. De base sí­ es la variedad que tiene sentido. Pero después se puede mezclar con Cabernet Sauvignon, con Cabernet Franc, con Merlot... Por eso considero que el mejor vino, sin dudas, va a ser Malbec con algo más. Hay poquí­simas excepciones, como Yacochuya, pero eso es algo muy diferente. En general, el mejor vino va a ser una combinación de variedades. Ahora estamos en esa búsqueda de lograr un vino inteligente, que tenga sentido, que tenga algo para mostrar, como sucede con los grandes chí¢teau franceses que, en general, todos los años elaboran mezclas, salvo algunos casos puntuales, como Pétrus. 

-En los últimos cinco años, se potenció una corriente que pregona sobre vinos más "verdes", con mayor acidez y menos maduros, a contramano del estilo que te define y del cual sos referente. ¿Esto lo tomaste como un tema persona? 

-Hay ciclos. Cuando yo empecé hace más de 40 años, llegaron los nuevos y los viejos murieron. El tema central es que todas las ideas parecen buenas, pero hay que llevarlas a la práctica. En esta industria se requiere de más de 20 años para convencer al público y saber si una tendencia o concepto se mantendrá vigente. Por eso, a este estilo de vinos más frescos y menos maduros le faltan 12 o 15 años para demostrarle al consumidor que es el futuro

-Personalmente, ¿qué opinás de ese estilo de ejemplares más "verdes"? 

-Este estilo de vinos más frescos y más vegetales, técnicamente, es muy fácil de hacer. Pero hoy dí­a no me gusta tomar ese tipo de vinos. Yo llevo 40 años construyendo mi propio gusto. Claro que esto es algo subjetivo. Pero pensando en la industria, cualquier idea, para que funcione, hay que lograr que sobreviva. No es fácil. Hemos visto muchas tonterí­as en el mundo. Hace 30 años, por ejemplo, habí­a una moda: el wine cooler. ¿Alguien con menos de 40 años sabe de qué se trata? Seguramente no. Y eso que una empresa gastó millones y millones de dólares para instalarlo, pero al cabo de diez años, desapareció. 

-De algún modo, desde que llegaste hasta ahora, hubo una revolución, un gran cambio... 

-Cuando llegué a Cafayate por primera vez y empecé a trabajar con Etchart, llegué con la idea de cosechar maduro, con menos kilos. Era un concepto tan nuevo aquí­ que parecí­a loco. Pero el estilo sobrevivió y, no quiero ser malo, pero se mejoró much, porque antes los vinos no eran tomables. Se mejoró mucho desde ese entonces. Ahora, hay una nueva generación que llega y dice que los vinos argentinos están un poco pesados, rústicos, difí­ciles de tomar, demasiado gordos. Y así­ volvemos a la acidez, a la frescura. No está mal, es bueno buscar, evolucionar y pasar a otro concepto. Pero no hay que olvidarse del consumidor. Si lo acepta, bienvenido, es el futuro. Si no, no lo es. La clave de un estilo es que sobreviva. Dentro de veinte años veremos quién tení­a razón. 

-¿Creés que hay enólogos que se olvidan del público? ¿Qué hacen vinos para sommeliers o para enólogos? 

-El sommelier no es el mercado, no hay que olvidarse de eso. El único que hace al mercado es el público y el público nunca se equivoca. Al final del dí­a, el buen vino es el vino del consumidor, no es el vino de periodistas, ni de enólogos ni de sommeliers. Ahora se viene una etapa de acidez, frescura y vegetal. Yo he peleado toda mi vida en contra del vegetal, porque cuando era joven era un defecto, era algo horrible. Hoy dí­a es una variable que se puede manejar mejor que hace 40 años. Yo no quiero competir ni pelear por si tengo razón o no. El juez es el público. 

-¿Cómo definirí­as al vino ideal? 

-El vino ideal no lo encontré todaví­a. Estoy buscándolo todos los dí­as. Espero encontrarlo. Pero el dí­a que lo encuentre, voy a agarrar la caña para irme a pescar.