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Del esnobismo total al "tomalo como quieras": los riesgos de irse a los extremos al comunicar sobre vinos

El vino está intentando replicar el mensaje de la cerveza para llegar a más consumidores. Por qué esta estrategia puede ser un arma de doble filo
22/05/2018 - 15:10hs
Del esnobismo total al "tomalo como quieras": los riesgos de irse a los extremos al comunicar sobre vinos

En los últimos años, el consumo de vino fue disminuyendo. Su caída, de hecho, se transformó en derrumbe. Y de los míticos y ya imposibles 90 litros per cápita de hace décadas, se llegó a la situación actual de 20 litros per cápita, el nivel más bajo del que se tenga registro.

Las luces rojas y las alarmas se encendieron en las gerencias comerciales de las bodegas. Y, en tiempo récord, encontraron un culpable: la cerveza.

Y, acto seguido, muchos improvisaron una suerte de mea culpa: "Complicamos mucho el mensaje", es la respuesta que, con variaciones, plantean algunos -cada vez más- directivos.

Si se unen ambas variables (cerveza y una supuesta complejización del mensaje del vino) es como se llegó, según consideran muchos en la industria, a la actual crisis del vino.

En los laboratorios de ideas, la industria pareció encontrar la solución en una propuesta minimalista, simple y contundente. Así llegó la era del "tomalo como quieras".

"Ponele soda", "ponele hielo", lo que sea, parece implorar la industria vitivinícola. En otras palabras, es una forma más corta de decir: "No importa, vos comprá y tomá, así levantamos los 20 litros".

La secuencia que vivió el mundo del vino es similar a esas novelas desbalanceadas, donde la introducción y el nudo se llevan las primeras 300 páginas y, medio de apurón, el autor resuelve el final en cuatro carillas, dejando sabor a poco.

¿En qué momento se pasó de un supuesto mensaje ultra complejizado y elitista a esa bajada de línea en tono imperativo de que hay que tomar vino de cualquier manera?

Alguien decía que los extremos se tocan y que eso es definitivamente negativo. Porque los extremos suelen tener, en su esencia, la misma debilidad: suelen provenir de visiones excesivamente subjetivas.

Es verdad, durante los últimos años parecía que un consumidor debía ser condenado al destierro si no sabía hilar dos conceptos básicos sobre un vino que estaba en la copa.

Esto creó una escena realmente esnobista, donde una suerte de grupo de iluminados empezó a lanzar indiscriminadamente términos como "mineralidad" o "tiza" y a teorizar sobre cuestiones organolépticas de las cuales ni los propios enólogos todavía se ponen de acuerdo.

Y esto, lógicamente, pudo haber espantado a más de un consumidor que, como si estuviera infringiendo la ley, prefería descorchar un vino a solas, en penumbras, con tal de que nadie lo ponga a prueba y lo someta a una suerte de show de Los 8 Escalones del vino.

Y, lo que es peor, comenzó a surgir una tribu de consumidores que empezó a menospreciar a vinos nobles de zonas tradicionales como Maipú, Santa Rosa o del 90% de las zonas de San Juan por no estar en el panteón de los terroirs con carbonato de calcio.

Ahí comenzó a instalarse la idea de que los vinos económicos no tienen estirpe y casi no tienen dignidad. Como si fuesen parias sin pasado ni futuro, que no merecen ser instagrameados. Pasaron a ser los vinos ninguneados. Justamente esos vinos, que explican más del 80% del consumo de vino en la Argentina.

Frente a este cuadro de situación, el laboratorio de ideas de la industria vitivinícola -como se dijo anteriormente-, encontró la solución, vaciando el mensaje de todo contenido.

A través de campañas, el mensaje que terminaron bajando, en tono imperativo fue: tomá el vino que quieras, como quieras y donde quieras, pero vos tomá. Fin de la historia. Una suerte de callejón sin salida.

Es como decirle a ese mismo consumidor que todo lo que escuchó en los últimos diez a quince años sobre el vino, que toda esa información, la olvide, que la descarte, que es algo inútil. "Vos tomá".

Es una continuidad del famoso "siga, siga", o el "pateá para adelante" y después vemos. Es improvisación pura, sin un plan b por detrás.

La razón, supuestamente, por la cual se llegó a este mensaje saqueado de contenido es porque -se supone- se intenta copiar el mensaje de la cerveza y replicarlo al mundo del vino.

La virtud que le ven al mundo de la cerveza, que hoy duplica en consumo al vino, es que nunca complejizó el mensaje. Alguien destapa una cerveza y listo.

El problema en tratar de trasplantar esta estrategia es que el vino no es cerveza. Vale aclarar y ser más puntuales: el vino no es como la cerveza industrial.

La cerveza industrial puede ser una gaseosa, una mayonesa, una hamburguesa, un paquete de galletitas... la cerveza es justamente eso: producción en serie. Y hablamos de decenas de millones de litros. Una producción en la que una botella sale igual a la otra, casi de manera infinita. Una fotocopiadora a escala industrial.

El vino tiene algunas "pequeñas" variables, como el clima y el proceso de fermentación, que sin dudas impacta de manera más notoria que en la producción de cerveza. Por eso, aunque se intente, es muy difícil lograr una producción tan seriada y tan milimétricamente calcada, año tras año, como en esta otra industria.

El vino es evolución, el vino es cambio y, sobre todo, el vino es pura diversidad. La invitación a tomar lo que sea y como sea es quitarle toda la identidad al vino.

Sin ánimos de tener una visión romántica, es intentar reducir a esta bebida a la categoría de una cerveza industrial. Sin importar si el viñedo está a 2.000 metros sobre el nivel del mar, si lo hace una bodega familiar centenaria que estuvo al borde de la quiebra tantas veces que ellos mismos se han olvidado o si fue elaborado por un grupo de entusiastas en un garaje, literalmente.

Pero mientras algunos buscan seguir vaciando de contenido al vino y replicar el "modelo de la cerveza", hay un dato: la cerveza también está evolucionando, gracias a los emprendedores y productores artesanales.

Es casi un mito eso de que la cerveza se bebe sin que nadie piense en el producto. La multiplicación de proyectos pequeños, la búsqueda de nuevos sabores, el surgimiento de una legión de consumidores que buscan nuevas experiencias y nuevos productores está generando, sin dudas, que en unos años se empiece a sofisticar esta industria.

Tal vez no al nivel que sí llegó al vino. Pero definitivamente hay una parte de ese negocio de la cerveza que naturalmente está abandonando el "tomá como sea" en el que ahora intenta caer la industria del vino.

Además, ¿qué queda si no hay un mínimo desafío para el consumidor y para las bodegas? ¿Por qué sofisticar el mensaje pasó a ser una estrategia condenable y pianta consumidores?

Pensando, en cualquier actividad en la que un ser humano profundiza su conocimiento, necesariamente requiere de una mayor sensibilidad, de más ductilidad y, por qué no, de cierta sofisticación.

El mensaje de que hay que tomar el vino de cualquier manera y que no importa qué se tome, porque la finalidad es aumentar el consumo, es como decirle al enólogo que no invierta años de estudio, que no se moleste en degustar todos los días ni en recorrer el viñedo mañana y noche, porque parecería que cualquier intento de profundizar el conocimiento, es un atentado contra la simpleza del disfrute.

A no equivocarse: uno toma el vino como quiere. De hecho, siempre el consumidor tomó el vino como quiso. No hacía falta que llegue una campaña nacional, con tono paternalista, para que le diga a la gente qué hacer.

Así como tampoco era necesario que se le dijese abiertamente que nunca se moleste en profundizar, que no hacía falta aprender, porque saber mucho o poco parece no tener impacto en el disfrute.

Esto suena a una invitación a perderse lo mejor que tiene el vino. Trazando un paralelismo, es como si, con un megáfono en una esquina, se le dijese a cualquier transeúnte que nunca se interese en averiguar algo sobre arte y que sólo vaya a un museo, se plante frente a una pintura y la contemple. Solo eso. Callejón sin salida.

Por eso, sofisticar en exceso el mensaje confunde. Y vaciar la comunicación al extremo, aburre.

Es desalentador que un consumidor se pierda que le cuenten que allí afuera, hay productores haciendo vinos extremos, que hubo pioneros plantando viñedos a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar, que hay gente haciendo vino a metros del mar.

O que hay viñedos desde Jujuy hasta Chubut y de Entre Ríos a Uspallata. O que hay ingenieros agrónomos haciendo miles de calicatas en las fincas, esos pozos de más de dos metros de profundidad, para ver las características de cada suelo.

O que hay múltiples sistemas de cierre para tapar un vino, diferentes tipos de barricas, así como piletas de concreto, huevos de cemento, tanques de acero y decenas de formas de fermentar un vino. Y que hay incontables variedades de uvas, que permiten tener un abanico casi inabarcable.

Si se combinan todas estas variables y se le suma el hecho de que cada año es diferente en materia climática, entonces el vino es un universo infinito.

Por eso, la orden de tomar cualquier vino, como sea y donde sea, es una invitación a perderse ese universo que una vez explotó como un big bang y nunca más se detuvo.