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Faber, la apasionante historia de nueve generaciones en el negocio de los lápices

Faber estuvo muy atento a las necesidades de la sociedad. Fue impulsor de escuelas, jardines de infantes y se ocupó de las viviendas de sus empleados
27/03/2021 - 18:04hs
Faber, la apasionante historia de nueve generaciones en el negocio de los lápices

El paisaje parecía tomado de un cuento de los hermanos Grimm. Junto al río Rednitz, en una zona boscosa donde apenas un puñado de casas daban vida al poblado de Stein, a siete kilómetros de la ciudad de Nüremberg, el carpintero Kaspar tomó la decisión y se lo contó a su querida María y al hijo Anton Wilhelm, de 12 años. Había resuelto dedicarse a la producción de lápices. De esta manera, la familia Faber ingresó al negocio en 1761.

Aquel útil, inseparable compañero de generaciones que nos precedieron, ofrecía la ventaja de subsanar errores con facilidad. Si bien podríamos remontarnos a los de plomo que emplearon en tiempos del Imperio Romano o los que luego surgieron a partir de combinaciones de plomo y zinc o estaño, el impulso definitivo del lápiz se dio en 1564 cuando se encontró, en el norte de Inglaterra, en región de Cumbria, una mina de grafito. Este nombre que acabamos de mencionar es anacrónico. En aquel tiempo se llamaba "mineral de plomo". Recién a partir de 1779 fue conocido como "grafito".

El hallazgo en Cumbria posibilitó ventajas por la cantidad y la calidad. Pero presentaba ciertas dificultades como ser que el grafito se quebraba con facilidad y era muy grasoso. Fue necesario encontrar un medio para sostenerlo sin que se resbalara de las manos o se quebrara. Comenzaron a probarse soluciones. La evolución fue dándose hasta que en 1660 se trabajó en una madera hueca para colocar el "mineral de plomo" en su interior y podemos advertir, hacia el 1700, un desarrollo del lápiz que desembocaría en el que usamos a menudo.

Precisamente, fue a comienzos del siglo XVIII cuando se descubrieron minas de grafito en Austria y Alemania, lo que impulsó a muchos a involucrarse en la producción.

Dirigidos por el carpintero Faber, María y Anton Wilhelm se abocaron a la fabricación y comercialización, ya que salían a vender en canastos.

Aquellos primeros lápices eran rudimentarios y de corta vida. Las mejoras se las debemos a otros dos precursores: Jacques Conté en Francia y Joseph Hardtmuth en Austria lograron una combinación de grafito molido con arcilla que permitía variar la dureza del lápiz y también la intensidad del color, con lo que comenzó a haber gamas del negro.

Pero esa etapa corresponde a la gestión de Anton Wilheim quien, al heredar en 1784 el negocio, entendió que había que mejorar la fabricación y compró un pequeño terreno con un galpón en las afueras de Stein. A él le deben los Faber la transformación del negocio casero en un proyecto fabril. En 1810, Anton Wilhelm con sesenta y un años, entregó la posta al único hijo que tuvo, George Leonard, quien estableció que los lápices pasaran a ser conocidos como A.W. Faber, como un homenaje a Anton Wilhelm.

A comienzos del siglo XX, de las cinco empresas más importantes de lápices, dos eran las Faber

La transformación del negocio

George no la tuvo fácil. Entre 1810 y 1839, más que crecer, logró mantener el negocio a flote. Pero hizo algo fundamental: convencido de que el progreso iba de la mano con la formación, envió a su hijo mayor Lothar (sus hermanos fueron Eberhard y Johann) a estudiar y relacionarse a París y Londres.

Efectivamente, Lothar le dio un carácter internacional al negocio. Obtuvo los derechos de una mina de grafito de Siberia y se aseguró la materia prima sin intermediarios. Además, registró el nombre Faber formalmente y fue el primer lápiz con marca en el mundo. Por otra parte, envió a Eberhard a Nueva York 1851 (la estadounidense terminó separándose de la matriz) y también abrió una filial en París.

En lo personal, Lothar se casó con Ottilie Richter y fueron padres de Wilhelm.

El negocio crecía y la necesidad de recursos humanos era mayor. Faber estuvo muy atento a las necesidades de la sociedad. Fue impulsor de escuelas e inclusive de los primeros jardines de infantes, los kindergarten alemanes. Se ocupó de las viviendas de sus empleados y les construyó una iglesia. Todas estas actividades en beneficio de la comunidad le valieron un título de nobleza, barón, obtenido en 1862 para él y Ottilie, a quien debemos dedicarle un párrafo.

Nacida el 14 de enero de 1831, fue una gran compañera que trabajaba a la par de Lothar y que cuando le tocó ocupar un lugar en la sociedad más exquisita, lo hizo de la mejor manera. La baronesa fue anfitriona en el castillo junto a la fábrica —construido por Lothar— donde tuvieron por huéspedes nada menos que al rey Maximiliano II de Bavaria y otras figuras importantes de la nobleza alemana.

En 1851, cuando Ottilie tenía veinte años, dio a luz a Wilhelm el heredero de la baronía y del gran negocio familiar. Fue enviado a estudiar a Francia, también a perfeccionarse en Italia y sobre todo a Suiza. A los dieciocho años se sumó a la empresa trabajando desde París. Wilhelm von Faber se casó con Berta. Tuvieron cinco hijos, pero los dos varones murieron infantes y todavía ocurrió un hecho lamentable más. Wilhelm no superó un ataque al corazón (tenía cuarenta y dos años), y su madre Ottilie quedó a cargo de su nuera Berta y de las tres pequeñas nietas.

La baronesa confió en los empleados más antiguos para que llevaran adelante el negocio hasta que la mayor de las niñas pudiera hacerse cargo de la compañía. La heredera se llamaba como la abuela, pero le decían Tilly.

Faber fue el primer lápiz con marca en el mundo

Nace Faber Castell

Dos asuntos ocuparon a Lothar en sus últimos días. El primero, crear una fundación que contara con un patrimonio autónomo para la supervivencia de la familia, independientemente de los altibajos del negocio. La misma debía ser provista por los Faber que participaran del negocio.

El segundo tema era la preservación del nombre. Advertido de que la fábrica iba a pasar a manos de las mujeres de la familia, dejó establecido que el apellido Faber debía preservarse. Este deseo póstumo se cumplió de la siguiente manera: Tilly se casó con el conde Alexander Graf zu Castell Rüdenhausen, quien se incorporó como socio gerente, mientras que la compañía seguía en manos de Ottilie la mayor.

Cuando la viuda murió en 1903, Tilly la nieta se hizo cargo de la compañía, apoyada en su marido Alexander. Entonces, los lápices se denominaron Faber Castell.

El aporte del conde fue notable. Por ejemplo, en 1905 creó un lápiz muy famoso, el Castell 9000, que terminó siendo el preferido de los diseñadores. Para esa época también comenzaba a funcionar con mucho éxito en el mundo el papel de carbón que permite hacer copias. La firma hizo un lápiz especial, el Columbus, para los empleados de ferrocarril, habituales usuarios del carbónico.

A comienzos del siglo XX, de las cinco empresas más importantes de lápices, dos eran las Faber. Nos referimos a Faber Castell y Eberhard Faber, la diversificación de Estados Unidos. Fue la norteamericana la que le puso una goma de borrar en la punta superior del lápiz.

Alexander construyó —entre 1903 y 1906— un gran castillo que dejó pequeño al de Lothar. El nuevo, de características medievales a tono con el apellido Castell, posee tres plantas más torres con almenas. La evolución de la compañía y el esplendor eran notables.

Hasta que la Primera Guerra Mundial cambió todo. Alexander partió el frente de Bélgica, dejando mujer e hijo. La pareja estuvo separada por una larga temporada. Ella le escribió: "Hace un año que noto que nuestros sentimientos mutuos ya no son los mismos". Tilly se había enamorado de Philipp von Brand. En una nueva carta: "Querido Alexander, hoy vengo a ti con una gran petición: dame mi libertad". El caballero aceptó divorciarse en 1916. Ottilie, retirada de la fundación y del negocio, se mudó y solo pidió tener una renta que le permitiera llevar adelante sus gastos.

Al frente de la Fundación quedó su hijo, Roland von Faber Castell, mientras que la compañía pasó a manos del exmarido y padre de Roland, Alexander Castell. Sin ser un Faber genuino, el conde le dio un gran impulso a la compañía. Entre sus reformulaciones figura el lápiz con forma hexagonal, abandonando los circulares que rodaban y caían de los escritorios.

Durante su gestión, el conde mantuvo dos mil empleados en la fábrica más doscientos administrativos, sucursales en las principales capitales del mundo.

Alexander murió en 1928 y se hizo cargo Roland, quien tenía entonces veintitrés años. Después de la Segunda Guerra Mundial, Roland entendió que mantener el centro de fabricación en un solo lugar era un riesgo. Así fue como inició una campaña de diversificación de fábricas y centros de distribución, y Faber Castell llegó a la Argentina, Brasil, Perú, Irlanda, Austria, Australia, India, Malasia e Indonesia.

En 1978, Roland murió en forma súbita e inesperada. Por entonces, su hijo Anton Wolfgang von Faber Castell era un banquero dedicado a las grandes inversiones. Por más que no le interesaba el mundo de los lápices, siempre supo que era un bien de la familia que debía preservar.

A pesar de las prevenciones con que se inició en la empresa, al poco tiempo descubrió el encanto de la fabricación y, sobre todo, del comercio. Su entusiasmo lo llevaba a lanzar lápices desde la torre del Castillo de los Faber Castell para demostrar que sus productos eran resistentes. Fue quien incorporó el lápiz más ancho y de forma triangular, de gran provecho para los más pequeños.

La tradición se mantiene en la novena generación —Anton murió en 2016—, a través del matrimonio conformado por el conde Charles von Faber Castell y la condesa Katharina von Faber Castel. Son la novena generación abocada a un negocio que ha traspasado siglos y lo seguirá haciendo. Porque más allá de la utilidad y practicidad que presenta en varios campos, se agrega que hoy el lápiz es también un encantador objeto de deseo.

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