Sesión en el Senado: federalismo adolescente y eficiencia ausente
Más allá de las lágrimas, los forcejeos discursivos y los planos cerrados que alimentaron el prime time, lo cierto es que en la noche del jueves el Senado dio media sanción a tres proyectos de ley clave en materia fiscal. Una lectura fría (y un poco menos televisiva) permite advertir que, más allá del posible alivio impositivo o la expectativa recaudatoria que generan, la verdadera discusión sigue ausente: la de la eficiencia.
Sí, eficiencia. Esa palabra aburrida, casi antipática, que rara vez emociona una banca, pero sin la cual todo sistema tributario termina siendo un castillo de naipes. En términos económicos clásicos, la eficiencia fiscal exige que el costo marginal de recaudar un peso adicional se iguale con el beneficio marginal del bien público que ese peso financia. No es poesía: es matemática del bienestar.
Este principio, aunque algo académico, tiene implicancias muy concretas. Cobrar más impuestos no es sinónimo de un mejor Estado. Si los recursos no se transforman en bienes públicos de calidad –infraestructura útil, educación que enseñe, salud que cure, justicia que funcione–, el sistema no solo se vuelve regresivo: se vuelve obsceno.
Pero la situación empeora cuando entran en juego las famosas transferencias discrecionales. Esas que no distinguen mérito, esfuerzo ni resultados, y que muchas veces se camuflan de federalismo mientras operan como premios consuelo para administraciones que no logran ni cobrar una tasa de alumbrado. Exenciones, subsidios, regímenes especiales: todo un menú de beneficios con aroma sectorial y sin contrapartida pública clara.
Como bien lo advierte la doctrina económica, cuando el que recauda no es el mismo que gasta, el incentivo para gastar bien desaparece. Y en la Argentina, ese divorcio es estructural.
El régimen fiscal argentino tiene una mecánica familiar bastante peculiar. La Nación cumple el rol de papá recaudador, serio y responsable, que todos los meses junta lo que puede. Las provincias, mientras tanto, adoptan el papel de hijas adolescentes: reciben la mesada sin muchas preguntas y, con suerte, rinden cuentas de algún gasto con un emoji en el grupo de familia.
Puede sonar trivial, pero la metáfora encierra un problema profundo. Como bien dice el jurista Carlos Rosenkrantz, no hay derechos sin deberes. Tampoco debería haber gasto público sin responsabilidad fiscal. Sin embargo, en nuestro federalismo emocional, se ha naturalizado que papá Estado nacional ponga la cara, mientras la hija Provincia –y a veces también la nieta Municipio– extiende la mano... y a veces la tarjeta.
Y como en toda familia disfuncional, el problema ya está institucionalizado. La coparticipación federal reparte recursos sin exigir esfuerzo recaudatorio ni premiar la buena gestión. Así, provincias que apenas hacen el intento de recaudar reciben lo mismo (o más) que aquellas que aplican políticas fiscales serias. El resultado: se castiga al responsable y se subsidia al despilfarrador.
En lugar de corregir este esquema, seguimos profundizándolo. Sostenemos un federalismo adolescente, en el que los incentivos están completamente invertidos: se premia la dependencia y se penaliza la autonomía. Como si madurar fiscalmente fuera un acto de rebeldía.
Por supuesto, el Estado nacional debe cumplir un rol redistributivo. Pero redistribuir no es regalar. Las transferencias deben estar condicionadas a metas concretas, resultados medibles y planificación estratégica. Si no, el federalismo deja de ser una forma de gobierno para convertirse en una excusa para el desgobierno.
Los proyectos de ley aprobados ayer en el Senado abren el debate, pero también exponen sus límites. La discusión no puede seguir girando en torno a cuánto se recauda. Hay que preguntarse cómo se recauda, quién lo hace, con qué fines y con qué controles. Porque no hay reforma fiscal posible si seguimos atrapados en un esquema en el que papá trabaja, y la hija gasta sin preguntar cuánto salió.
Hasta que no construyamos un federalismo adulto, con provincias que asuman responsabilidades fiscales y rindan cuentas como corresponde, el desarrollo sostenible seguirá siendo una promesa eterna. Y la mesada, cada vez más difícil de justificar.
Por Tributaristas twiteros