De repartir útiles escolares con una mochila a fabricar 15 millones de artículos de librería al año
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Sentado en la mesa del comedor de su casa, recortó láminas de celuloide y fabricó el juego de escuadras que le habían encargado comprar en la facultad. Nuevas costaban $32, un lujo que Claudio de Pizzini, a sus 16 años, no se podía dar, por lo que sin demasiadas vueltas decidió hacerlas con sus propias manos. Si las hacía bien, no tendría por qué ser un problema; en definitiva, estaba estudiando ingeniería y resoluciones como esa eran las esperables. Tampoco lo era para él, que había nacido en las comodidades de un palacio y que lo había perdido todo. Problemas habían sido para el joven emprendedor la Segunda Guerra Mundial, el hambre, el terror y tener que dejar su hermoso palacio para terminar en 1946 viviendo su infancia en un conventillo en San Telmo, lejos de su Italia natal. Hoy, a sus 85 años, de Pizzini es dueño de la marca más reconocida en su rubro, con productos que acompañan la vida de los argentinos desde las aulas hasta la oficina.
Esa escena del joven estudiante cortando celuloide con tijera en el comedor de su departamento en Once (Ciudad de Buenos Aires) hoy es de 80 trabajadores en una planta de 4.000 metros cuadrados, fabricando por año unos 15.000.000 de artículos de librería, tanto escolares como universitarios y de oficina. Los primeros clientes, relata de Pizzini a iProfesional, fueron sus propios compañeros de la facultad que, fascinados por la perfección de los 90º de sus escuadras y la diferencia de precio, se las empezaron a encargar.
"Tenía 16 años y se despertó en mí el espíritu emprendedor, vi que podía ser un negocio y entonces me acerqué al centro de estudiantes y, para mi sorpresa, me pidieron 200. Claro, salí muy contento hasta que empecé a hacer cuentas y me di cuenta de que tardaría más de cuatro meses en fabricarlas. Finalmente las entregué en dos meses, asociado con un vecino al que convoqué para hacerlas juntos", cuenta el empresario desde sus oficinas de Villa Martelli.
Aquel socio acompañó a de Pizzini unos años, hasta que decidió que en vez de fabricar, era mejor negocio comprar y vender. Sin embargo, de Pizzini siguió su camino como fabricante y, de a poco, logró convertirse en un ícono de los útiles escolares, aunque le pasaron de todas; desde crisis hasta un incendio en la planta. "Una vez un armenio del Once me preguntó si conocía el undécimo mandamiento: 'Comprarás, venderás y nunca fabricarás en este país'. Bueno, hace décadas que sigo pecando y lo seguiré haciendo", dice orgulloso.
El empresario detrás de la escuadra
Aunque la vida lo recompensó, hasta ese entonces, siendo apenas un adolescente, Claudio ya había gozado de los privilegios de una vida acomodada, el desarraigo y una triste infancia.
Nació en 1938 en Ala di Trento, a orillas del lago de Garda al norte de Italia; su hogar fue un palacio de 60 habitaciones. Allí, cuenta, vivieron desde Mozart hasta Napoleón Bonaparte, y la familia de Pizzini también, gracias a sus antepasados terratenientes y sus títulos nobiliarios. Aunque su corta vida en Italia estuvo trazada por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, él pudo atesorar buenos recuerdos. Sin embargo, tras la guerra, los de Pizzini decidieron emigrar porque ya no veían un buen futuro en esa Italia devastada.

En 1946, en un barco carguero, llegaron a Argentina y se instalaron en un viejo conventillo de San Telmo. Lejos había quedado para ese niño de 8 años la aventura de correr por los jardines del palacio bajo la mirada de su niñera. "El cambio fue muy difícil para mí. Estaba en un país desconocido con una lengua desconocida y, encima, empecé a tener ataques de asma y muchos problemas de salud que me impidieron tener una infancia normal. En la escuela me cargaban, fue muy duro. Me daba hasta vergüenza sacarme la remera porque, claro, por mis problemas de salud, me decían que era un esmirriado y era verdad; yo me sentía un minusválido", recuerda.
Un día su padre, con el que no tuvo una buena relación, le dijo que era "medio cartucho", es decir, que no servía para nada, y esa frase que Claudio reconoce como demoledora para muchos, para él, explica, fue la motivadora para superarse. Lo primero que hizo, además de empezar a hacer gimnasia para sentirse mejor, fue ir a pedirle trabajo a un vecino que se dedicaba a hacer carteles de plástico. Sin otra motivación que independizarse, allí fue adquiriendo los conocimientos básicos que necesitó para, 3 años después, luego de haber terminado de rendir libre el secundario, encontrarse haciendo aquellas escuadras de celuloide que le abrió el camino empresarial.
Los 90º y la marca que coronó la escuadra
Poniendo su apellido como marca, la empresa arrancó en un pequeño galpón de Villa Martelli que no tenía ni baño, y desde donde de Pizzini, cargando las escuadras en una mochila, salía a repartirlas a las librerías. Sin embargo, el empresario supo de entrada que el celuloide, aunque funcionaba bien, no era el material ideal, ya que, explica, es inflamable y tiene un desgaste rápido. Por lo tanto, necesitaba otro material más noble como el acrílico, que descubrió en un viaje a Italia y que decidió emplear en sus productos. "Fue mi primera gran innovación y costó introducirlas porque la gente estaba acostumbrada a las de celuloide, pero insistí y a los dos o tres años, dejaron de existir.
De Pizzini superó crisis de todos los tamaños, crisis que a muchos de sus colegas les ha costado la empresa, pero que, sin embargo, pudo superar gracias a la calidad de sus productos y a su astucia empresarial. "Peter Drucker tiene una frase que a mí me gusta mucho. Él dice que un buen CEO tiene que ser como un director de orquesta pero dirigir sin partitura, porque no siempre se puede prever qué va a pasar. Si hay un país en el que eso se cumple es Argentina", argumenta el empresario.
El control de calidad fue también clave, algo de lo que siempre se ocupó en primera persona. Para algunos podrá ser exigente u obsesivo, pero para él era su apellido lo que se ponía en juego. Muestra de lo estricto que el empresario es con el tema, cuenta que hace unos años supo que el 2% de los correctores que importaba estaban fallados. Tenía en su stock 150.000 y uno a uno los fue revisando, ninguno de los defectuosos tenía que llegar a manos de un cliente.
Otro aspecto que lo trajo a Pizzini a la actualidad fue su decisión de mantenerse como fabricante, aunque resultara más ventajoso importar. "Lo que no puedo fabricar lo importo, pero solo por uno o dos años, para después fabricarlo aquí, porque en este país nunca se sabe qué va a pasar. De la noche a la mañana te pueden cerrar las importaciones y quedarte sin nada, como le pasó a muchos colegas del rubro", explica.

Fue bajo esa estrategia empresarial que Pizzini en los 80 empezó a importar de Italia de manera exclusiva tecnígrafos (tableros de trabajo) para ingenieros y arquitectos. Mientras tanto fue armando la planta para un par de años después fabricarlos en Villa Martelli. "Este producto fue un gran acierto porque nos permitió jugar en la liga mayor con clientes como Techint, Ford y General Motors".
Sin embargo, en los años 90 el avance de la tecnología lo puso en jaque, cuando los tecnígrafos empezaban a ser reemplazados por los primeros software de dibujo. La desaparición de esta herramienta era inminente; se lo adelantaban sus colegas del extranjero, por lo que no le quedó opción que cerrar esa unidad de negocio y reinventarse. "No fue fácil, pero no íbamos a poder frenar el avance de la tecnología. Entonces decidí armar la línea de artículos de oficina, como bandejas de acrílico, que tampoco había en Argentina y las que había eran de madera o de alambre", explica.
La marca que recomiendan en los colegios industriales
Hoy, con más de 600 productos y exportaciones a la región, lo que más llena de orgullo a de Pizzini es haber llegado a ser la marca recomendada en los colegios industriales. "Los profesores les decían a sus alumnos que compren únicamente escuadras Pizzini porque eran las únicas que podían garantizar un ángulo de 90°. ¿Sabes cómo lo garantizamos? Yo las controlaba una por una; para mí esto es muy importante porque la marca es mi apellido, a cada producto le puse todo lo que soy", dice.
En esta historia de más de 60 años, grandes grupos económicos quisieron comprar la empresa, pero de Pizzini siempre contestó que no, que la empresa era su hija mayor y que ningún buen padre vendería a sus hijos. En una reunión con la multinacional, a su hija mayor, Paola, le argumentaron que la venta era buena porque podía ser la oportunidad para que su padre pudiera dedicarse más a descansar, viajar o hacer lo que quisiera. Con mucha tranquilidad y una sonrisa, relata Claudio, ella le contestó que la empresa jamás había privado a su padre de esos placeres. Al contrario, buscando ideas y tecnología para la empresa, Claudio llegó a conocer 57 países del mundo y, además, gracias a la empresa, también pudo dedicarse al deporte, al buceo y a la fotografía.
Hoy, con 85 años, de Pizzini sigue yendo a la empresa todos los días. Primero pasa por la planta y después va a la oficina, donde se queda hasta el mediodía para luego ir a sus clases de yoga y hacer sus 120 abdominales diarias, lo que le permite llegar en forma al fin de semana para entregarse a su otra gran pasión, el snowboard.