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Le dicen "Chicle" y tiene un dulce récord: así es su enorme colección de golosinas, valuada en u$s150.000

Colecciona golosinas argentinas desde los 10 años y conserva piezas únicas como el Tubby de Bagley, el Pibe Bazooka y New Choc con superhéroes
27/05/2025 - 16:02hs
Claudio Ariel Mañas, alias Chicle, el señor de las golosinas que convirtió su infancia en un tesoro de 150.000 dólares

El tintineo inconfundible de las pastillitas Billiken rebotando dentro de su latita metálica. La lectura obligada del mini cómic del Pibe Bazooka mientras el chicle se ablandaba en la boca. El ritual de abrir un sobre de Topolin con la esperanza de que el jueguito sorpresa fuera uno que aún no teníamos. La dulce pitada a un cigarrillo de chocolate Imperiales. El estallido pegajoso de un Bubbaloo explotando con su relleno líquido. Para la mayoría, esos recuerdos quedaron guardados en algún rincón borroso de la memoria de los ‘70, ‘80 y ‘90. Pero para Claudio Ariel Mañas, más conocido como "Chicle", se transformaron en una colección que hoy supera los 18.000 envoltorios y 1.500 golosinas cerradas, conservadas como cápsulas del tiempo, intactas, desafiando al olvido.

Tiene 47 años, vivió toda su vida en Lanús y hoy reside en Banfield. Es diseñador gráfico, pero también un arqueólogo de kioscos extinguidos. Su casa es un museo donde conviven confites Sugus, caramelos Yummy, chicles con tatuajes lavables, chocolatines de Titanes en el Ring y los míticos Tubby de Bagley en todas sus versiones.

"Son golosinas argentinas antiguas, principalmente hasta los años ‘90. Lo que vino después no me moviliza emocionalmente. También colecciono pósteres, productos de almacén, merchandising de Pumper Nic y McDonald's, entradas y objetos de los parques de diversiones: hasta autitos chocadores", dice a iProfesional con firmeza. Porque en su mundo, las emociones mandan más que la lógica.

El apodo se lo puso el padre de un amigo cuando tenía apenas diez años: comía chicle todo el día y, con su cabello lleno de remolinos, parecía —según decían— una cabeza de chicle. "En Lanús, mis amigos de la infancia todavía me llaman así", cuenta. Hoy vive apenas cruzando la frontera de su barrio natal, pero su corazón sigue anclado en los kioscos de los años ‘80, donde nació su obsesión por los envoltorios. Y así se quedó: Chicle para siempre.

Pero lo suyo no es solo nostalgia. También es precisión, trabajo de hormiga y una memoria prodigiosa. No lleva planillas de Excel ni inventario digital: todo lo guarda en su cabeza.

"Me acuerdo todo detalladamente", asegura. Cada envoltorio tiene su historia, cada golosina, una anécdota. "Mi colección ocupa un comedor entero. Y hay cosas más grandes, como carteles, que están por toda la casa. Por suerte, mi familia me apoya", dice.

Todo empezó con una golosina llamada New Choc, que su abuelo le regaló cuando tenía diez años. "El envoltorio venía con superhéroes. Creo que ahí arrancó todo", recuerda.

 Desde entonces, la estética y los personajes se volvieron sus brújulas. Mazinger Z, He-Man, Scooby-Doo, Thundercats, El Increíble Hulk, La Hormiga Atómica, Los Pitufos, Batman... todos poblaron los kioscos durante décadas, colándose entre chocolatines, confites y caramelos que hoy conserva en folios o incluso en la heladera, en el caso de los productos que están sin abrir.

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Su colección incluye golosinas cerradas, intactas, como cápsulas del tiempo

Chocolatín Pantera Rosa: la última figurita

Sí, aunque parezca mentira, hay golosinas sin abrir que Mañas conserva en una heladera, como si esperaran un último recreo de primaria para ser abiertas. "Siempre tuve eso de querer inmortalizar un momento, creyendo que si la golosina estaba cerrada era más valiosa aún", explica.

La colección está casi completa. Sin embargo, hay una pieza que aún lo desvela: el chocolatín Pantera Rosa, un unicornio de su infancia que nunca volvió a ver. Por eso, su búsqueda sigue activa tanto en ferias de coleccionistas o plataformas digitales como revolviendo volquetes. "La calle me sigue sorprendiendo. Hay algo mágico en lo que aparece tirado. En una palabra atraigo mucho lo tirado", dice. Por algunas piezas llegó a pagar hasta u$s500. Y si sumara todo lo invertido, calcula que sus colecciones podrían valer unos u$s150.000.

"Algunos no entienden por qué lo hago. Pero yo me enfoco en los que sí lo entienden y en lo que me generan a mí. Lo mío es pasión hasta el fin de mi vida", afirma el coleccionista. Por eso en su cuenta de Instagram, @dulcesochentas —donde lo siguen más de 15 mil personas— se dedica a lo que mejor sabe hacer: desbloquear recuerdos.

Como diseñador gráfico e industrial, supo convertir su pasión en un puente con su trabajo. Fundó su propia empresa de diseño, cartelería y armado de locales, y hoy trabaja para gigantes del mundo golosinero como Georgalos, Billiken y Open 25.

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Su pieza más buscada es el chocolatín Pantera Rosa, un unicornio de su infancia

Su popularidad en redes le abrió puertas que antes parecían imposibles. "Para generar un lazo con las marcas, vengo pensando en publicar un libro, pero la realidad es que ya no es tan necesario, las empresas ya me conocen y por suerte me abren sus puertas", cuenta. Por supuesto, ahora también, son las mismas empresas las que muchas veces le facilitan algún envoltorio o golosina para sumar a su colección.

Cuando se le pregunta por el diseño actual de las golosinas, Mañas es categórico: "Bastante aburridos, y más aún con la nueva ley de etiquetado frontal, que no permite tener personajes o dibujos". Para él, los ‘70 y ‘80 fueron las décadas doradas de la creatividad estética: había color, humor, personajes entrañables, slogans inolvidables. "Eran golosinas que no solo se comían: se vivían", resume.

La colección también le enseñó algo más profundo: le dio constancia, identidad y una mirada casi filosófica sobre el paso del tiempo. Le dejó una certeza: que el pasado puede ser refugio, una fuente de alegría, una forma de encontrar belleza en lo que otros desechan.

"Lo mío es pasión hasta el fin de mi vida", repite, como si fuera un mantra. Y cualquiera que haya soñado alguna vez con reencontrarse con un Sugus de uva, un Mu-Mu, un chocolatín Jack y un Naranjú, sabe que la colección de Claudio Ariel Mañas, alias Chicle, no es solo nostalgia. Los envoltorios y las golosinas cerradas son resistencia. Son arte. Son memoria.

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